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Luchar por los servicios públicos en nombre del interés general

15 Mayo 2018
«El reto no se limita a defender unas empresas públicas cuyos servicios se han visto degradados por unas políticas de gestión propias del sector privado, sino a reivindicar alto y claro el renacimiento de un servicio público de gran calidad, en aras del interés general», explica Rosa Pavanelli, Secretaria General de la ISP.

Por Rosa Pavanelli, Secretaria General de la ISP

La imagen ha dado la vuelta al mundo: en ella se aprecia el paso montañoso Col de L’Echelle, en los Alpes, lugar de paso de inmigrantes entre Francia e Italia, cortado por unas verjas de obra de plástico. Unas horas antes, una decena escasa de militantes de extrema derecha, reunidos bajo el lema «Generación identitaria», se tomó la molestia de instalar estos piquetes para «evitar que entrara en Francia ningún inmigrante clandestino».

En París, las autoridades podían descalificarla de «rastrera operación de comunicación» cuanto quisieran, pero lo cierto es que acababan de presentar ante la Asamblea una ley de «asilo e inmigración» de corte represivo que supone un paso atrás en los derechos de los extranjeros. El texto, que en teoría aúna «humanidad y firmeza» se adhiere más bien a una lógica de seguridad y transforma a extranjeros, inmigrantes y refugiados en chivos expiatorios de la crisis económica y el desempleo.

En palabras del gobierno, el débil crecimiento y la fuga de empleos hacia el extranjero tendría más responsables: las empresas públicas, necesariamente obsoletas, los sindicalistas, sectarios por definición, y los funcionarios, convertidos en auténticos «privilegiados». El Elíseo considera oficialmente sus estatutos «inapropiados». La reciente reforma de la legislación laboral hace además del contrato individual de empresa la referencia que debe extenderse al conjunto de los asalariados de los sectores público y privado.

Para romper este círculo vicioso y abrazar la «modernidad» habría que vender los principales bienes del Estado: la lotería nacional, las infraestructuras aeroportuarias y, mañana, las presas, los transportes ferroviarios... Qué más da que estos activos garanticen ingresos regulares a las arcas públicas. A corto plazo, deshacerse de ellos permitiría nutrir un fondo de inversión con el que dinamizar una nación que ahora se presenta como una «start-up». 

Fue bajo esta lógica que el gobierno comenzó a abrir líneas ferroviarias a la competencia, como preámbulo de la privatización de la SNCF (la sociedad nacional de ferrocarriles franceses). Se trataba de una reforma sin legitimidad democrática, ya que nunca se incluyó entre las propuestas de la candidatura de Emmanuel Macron. Y para que funcionara, qué mejor que aprovechar el hartazgo de la población, cuyas vidas diarias se ven afectadas drásticamente por las constantes interrupciones de los servicios en el sector de los transportes. Por no hablar de los fines de semana del mes de mayo, que se planifican con más miedo que ganas.

Entendemos el hastío de la población y que le resulte cada vez más difícil defender a los funcionarios de los ataques del gobierno cuando ha sido testigo del descenso de la calidad de los servicios públicos durante las dos últimas décadas. Bajo la bandera de una «nueva gestión pública» (en realidad, de la adopción de la filosofía de la empresa privada en el servicio público) se han suprimido numerosos trenes fuera de hora punta para remplazarlos por autobuses. Ya es prácticamente imposible comprar un billete de última hora sin reserva y los retrasos son cada vez más frecuentes, puesto que se ha recortado el personal de los servicios técnicos por exigencias de la reducción de costes.

Esta apertura de la SNCF a la competencia es un primer paso hacia el desmantelamiento de otros servicios públicos, como el de la energía.  El anuncio de la eliminación de 2500 empleos en la distribución eléctrica de Enedis, una filial de EDF (electricidad de Francia), es un nuevo ejemplo de los embates sufridos por los servicios públicos.

Es igualmente difícil que los ciudadanos se movilicen por un hospital de funcionamiento exasperante o por residencias de ancianos cuya incapacidad de atender a sus residentes es noticia constantemente. Y cuesta imaginarse a estudiantes y padres entusiasmados con una escuela y una universidad en plena crisis. En todas partes, el personal (mujeres en su mayoría) hace lo posible por garantizar el servicio en unas condiciones tan precarias que uno se pregunta si merece la pena defender unos «servicios públicos» que no son ni la sombra de lo que un día fueron.

Sin embargo, en la Internacional de Servicios Públicos, una federación internacional de sindicatos centrada en la promoción de unos servicios públicos de calidad en todo el mundo, somos conscientes de que la batalla que se libra actualmente en Francia va mucho más allá del tradicional cara a cara entre sindicatos y gobierno. Y de que sus consecuencias se extenderán más allá de sus fronteras. El reto no se limita a defender unas empresas públicas irreconocibles tras años de exigencias contables y políticas de gestión propias del sector privado, sino de reivindicar alto y claro el renacimiento de un servicio público de gran calidad, en aras del interés general. La idea de que «abrirse a la competencia» resulta en un servicio de calidad y menos costoso es falsa, como ha demostrado la gestión privada de las aguas de Francia, dominada por dos oligopolios. El fracaso ha sido tan notorio que más de 100 ciudades, incluyendo París, decidieron «remunicipalizar» este mercado.

La cuestión no es solo cerrarse en banda a la «modernización» que defiende el Elíseo, sino de recordar que el acceso al trabajo, a la educación, a una jubilación digna, a infraestructuras de calidad, a la movilidad de las personas, a la igualdad de mujeres y hombres y a la cultura, siempre en condiciones que respeten el medio ambiente, no son servicios que administren entidades públicas o privadas, sino derechos de una sociedad democrática. Basta con echar un vistazo a la desastrosa historia de la privatización de los ferrocarriles británicos para recordar que el sector privado es incapaz de tener en cuenta los intereses generales. Los servicios públicos no pueden danzar al son que dicta el mercado, el dumping social y la competencia.


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