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En el 75º aniversario de la Huelga de Febrero: ¡sí al asilo y sí los servicios públicos!

26 Febrero 2016
Jasper Goss/Foto: Leo Hyde
En 2016 deberíamos conmemorar la “Huelga de Febrero”, una movilización convocada en 1941 por los trabajadores sindicalizados en los tranvías públicos y los muelles de Ámsterdam. ¿Estamos hoy dispuestos a hacer frente al resurgimiento, avivado por la austeridad, del racismo y el chovinismo en toda Europa y otras partes del mundo?

* Por Jasper Goss

En 2016 deberíamos conmemorar la Huelga de Febrero, no sólo para rendir homenaje a sus protagonistas, que más tarde fueron torturados e incluso ejecutados. Sobre todo, porque los sindicatos y los miembros del movimiento sindical debemos preguntarnos ¿qué estamos haciendo? ¿Estamos dispuestos a asumir los riesgos necesarios para hacer frente al resurgimiento, avivado por la austeridad, del racismo y el chovinismo en toda Europa y otras partes del mundo?

Fuera de los Países Bajos, a pocos les resultará familiar la llamada Huelga de Febrero. La convocaron el 25 de febrero de 1941 los trabajadores de los tranvías públicos y los muelles de Ámsterdam, como respuesta al auge de los pogromos antisemitas patrocinados por el fascismo y como protesta contra el establecimiento de un gueto, el mes anterior. Con carácter más general, la huelga fue un desafiante acto de resistencia a la ocupación nazi de los Países Bajos.

La mecha de esta huelga prendió con rapidez: primero se unieron los trabajadores de otros servicios públicos y después los del sector privado. Se cerraron las escuelas y los negocios. Al día siguiente, la huelga se extendió desde Ámsterdam a otras ciudades como Kennemerland, Bussum, Hilversum y Utrecht.

La respuesta nazi no se hizo esperar y el 27 de febrero se reprimió la huelga. Aunque la movilización no logró su objetivo inmediato de proteger a los judíos de los Países Bajos, pasó a la historia como el primer acto de resistencia civil colectiva contra el fascismo en la Europa ocupada. Participantes en esta huelga se unieron más adelante al movimiento clandestino de resistencia; y sirvió de inspiración a otras huelgas convocadas contra la Ocupación en los Países Bajos, además de en Grecia, Dinamarca, Francia, Noruega y Bélgica.

Esta huelga se conmemora cada año en los Países Bajos. En 2016 todos deberíamos rendir homenaje y  recordar la Huelga de Febrero, no sólo porque sus protagonistas fueron más tarde acosados, arrestados, torturados e incluso ejecutados. No se trata de alabar la hazaña de estos huelguistas como si de un evento histórico alejado de la actualidad se tratara, ni de desempolvarla ritualmente para alimentar nuestra nostalgia colectiva y permitir que rápidamente caiga en el olvido.

Se trata de valorar sus acciones en sí mismas: de apreciar que, a pesar de la aplastante superioridad y la fuerza abrumadora del Reich ocupante y sus colaboradores fascistas locales, los huelguistas optaron por ejercer la resistencia.

Nunca es demasiado tarde para resistir, para cambiar el fluir de la historia, para instar a la unidad a los demás. La semilla de la resistencia puede propagarse muy lejos. La represión de una movilización puede motivar a otros a pasar a la acción. Los movimientos de resistencia al fascismo durante la Segunda Guerra Mundial fueron brutalmente reprimidos, pero sus acciones propiciaron la derrota del propio fascismo.

En este contexto, en el aniversario de la Huelga de Febrero, los sindicatos y los miembros del movimiento sindical debemos preguntarnos: ¿qué estamos haciendo? ¿Qué riesgos estamos dispuestos a asumir para enfrentar el resurgimiento, avivado por la austeridad, del racismo y el chovinismo en toda Europa y otras partes del mundo? ¿Estamos dispuestos a afrontar, con la mirada fría, las condiciones materiales y las políticas que han propiciado que muchos trabajadores den la espalda a las políticas progresistas en favor de la derecha y de la extrema derecha? ¿Estamos dispuestos genuinamente a hacer frente a la pérdida del derecho a la huelga, que desde hace años está siendo limitado y menoscabado?

Porque en la época en que vivimos pende sobre los sindicatos la amenaza a su propia existencia como actores sociales progresistas capaces de transformar las relaciones de poder en favor de los intereses de los trabajadores. El avance significativo del racismo y de los movimientos de rechazo a los refugiados simboliza el declive a largo plazo del poder de los movimientos sindicales que comenzó en los años 80.

No estamos diciendo que los sindicatos vayan a desaparecer a través de una represión política al estilo del fascismo de los años 30. La inveterada historia de resistencia de los trabajadores sugiere pocas probabilidades de que esto suceda. Lo que sí es posible, a tenor de las tendencias actuales, es que el movimiento sindical sea neutralizado, convertido en ineficaz política y sindicalmente, acabe incluso siendo irrelevante.

Las fuerzas alineadas en contra del movimiento sindical no están interesadas en negociar un reparto más equitativo de la riqueza mundial. Ante el estancamiento de la rentabilidad en el sector privado, los intereses corporativos están dispuestos a desmantelar los bienes y los servicios públicos para salvaguardar sus beneficios. Cuando se cuestiona la sistemática elusión fiscal de las corporaciones, sus cabilderos abogan ya abiertamente por que las empresas no paguen impuestos. Desde que estalló la crisis financiera mundial, las políticas de austeridad han diezmado los servicios públicos y han canalizado un volumen sin precedentes de transferencias del Estado hacia el sector financiero privado. Los políticos de la derecha no dejan de mentir descaradamente y de infundir desconfianza.

No es de extrañar que el racismo y el nacionalismo hayan encontrado el combustible para avivar sus incendiarias políticas.

Como lo fueron hace 75 años durante la guerra; o en la lucha contra el apartheid de Sudáfrica, o durante los movimientos por los derechos civiles en los Estados Unidos, los sindicatos pueden ser decisivos. Reivindicar una sociedad en la que todos y todas disfruten del derecho equitativo a la educación, la sanidad, la vivienda, la energía y el agua, prestados públicamente, es un elemento estratégico imprescindible para acabar con las desigualdades y la injusticia raciales.

Hoy, que estamos viviendo la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial, la cuestión no es si podemos permitirnos hacer frente a este problema; la cuestión es si podemos no permitírnoslo.

Si los sindicatos no conseguimos conectar el auge del racismo y la xenofobia con las condiciones materiales de desigualdad provocadas por la privatización de los servicios públicos, la agenda comercial impulsada por las corporaciones, la evasión fiscal, la corrupción y las políticas de austeridad, los trabajadores y trabajadoras continuarán a la deriva.

Combatir el racismo y defender a los refugiados implica ampliar los servicios públicos e incorporar el control democrático en nuestras sociedades.

En las octavillas que se distribuyeron a la población de los Países Bajos para animarla a sumarse a la huelga de febrero de 1941, se podía leer:

 “Sé consciente del inmenso poder de nuestra acción colectiva”

Celebremos hoy su inmenso poder; pero no olvidemos mañana el potencial de nuestro inmenso poder.

* Por Jasper Goss, Coordinador de la ISP para el Desarrollo Sindical

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